Al principio fue el miedo. Se sabe que Edgar
temía la oscuridad, que no podía dormir, que Muddie debía quedarse horas a su
lado, tendiéndole la mano. Cuando se apartaba al fin de su lado, él abría los
ojos. "Todavía no, Muddie, todavía no..." pero de día se puede pensar con
ayuda de la luz, y Edgar es todavía capaz de asombrosas concentraciones
intelectuales. De ellas va a nacer Eureka, así como del fondo de la
noche, del balbuceo mismo del terror, rezumará la maravilla de Ulalume.
El año 1847 mostró a Poe luchando contra los
fantasmas, recayendo en el opio y el alcohol, aferrándose a una adoración por
completo espiritual de Marie Louise Shew, que había ganado su afecto
durante la agonía de Virginia. Ella contó más tarde que Las campanas
nacieron de un diálogo entre ambos. Contó también los delirios diurnos de Poe,
sus imaginarios relatos de viajes a España y a Francia, sus duelos, sus
aventuras. Mrs. Shew admiraba en genio de Edgar y tenía una profunda estima por
el hombre. Cuando sospechó que la presencia incesante del poeta iba a
comprometerla, se alejó apenada, como lo había hecho Frances Osgood. Y entonces
entra en escena la etérea Sarah Helen Whitman, poetisa mediocre pero mujer llena
de inmaterial encanto, como las heroínas de los mejores sueños vividos o
imaginados por Edgar, y que además se llama Helen, como él había llamado a su
primer amor de adolescencia. Mrs. Whitman había quedado tempranamente viuda,
pertenecía a los literati y cultivaba el espiritismo, como la mayoría de
aquéllos. Poe descubrió de inmediato sus afinidades con Helen, pero el mejor
índice de su creciente desintegración lo da el hecho de que, en 1848,
mientras por una parte mantiene correspondencia amorosa con Mrs. Whitman, que
aún hoy conmueve a los entusiastas del género, por otra parte conoce a Mrs.
Annie Richmond, cuyos ojos le causan una profunda impresión (uno piensa en los
dientes de Berenice), y de inmediato la visita, gana la confianza de su esposo,
de toda la familia, la llama "hermana Annie" y descansa en su amistad, encuentra
ese alivio espiritual que requería siempre de las mujeres y que una sola era ya
incapaz de darle.
Los movimientos de Edgar en estos últimos
tiempos son complicados, fluctuantes, a veces desconocidos. Dio alguna
conferencia. Volvió a su Richmond, donde bebió terriblemente y recitó largos
pasajes de Eureka en los bares, para estupefacción de honestos ciudadanos. Pero
también en Richmond, cuando recobró la normalidad, pudo vivir sus últimos días
felices, porque tenía allí viejos y leales amigos, familias que lo recibían con
afecto mezclado de tristeza, y quedan crónicas de paseos, bromas y juegos en los
que Eddie se divertía como un chico. Asoma entonces (parece que en una de sus
conferencias) la imagen de Elmira, su novia de juventud, que había quedado viuda
y no olvidaba al hombre de quien la apartara una conjura familiar. Edgar debió
de verla y pensar en ella. Pero Helen lo atraía mágicamente y volvió al Norte
con la expresa intención de proponerle matrimonio. Helen era incapaz de resistir
la fascinación de Poe, pero no se sentía muy dispuesta a casarse de nuevo.
Prometió reflexionar y decidirse. Edgar se fue a esperar su decisión a casa de
Annie Richmond, lo cual es perfectamente característico.
El resto se vuelve cada vez más brumoso. Poe
recibe una carta indecisa de Helen y, entretanto, su afecto por Annie parece
haber aumentado tanto que, al separarse de ella, le arrancó la promesa de que
acudiría a su lecho de muerte. Desgarrado por un conflicto entre imaginario y
real, Edgar partió dispuesto a visitar a Helen, sin llegar a su destino. "No
me acuerdo de nada de lo sucedido", diría luego en una carta. Pero él mismo
narra su tentativa de suicidio. Compró láudano y bebió la mitad del frasco en
Boston. Antes de tener tiempo de tomar la otra mitad (que lo hubiera matado)
sobrevino la reacción de un organismo ya habituado al opio, y Edgar vomitó el
exceso de láudano. Cuando más tarde llegó a casa de Helen tuvo lugar una escena
desgarradora, hasta que ella consintió en el matrimonio si Edgar le prometía
abstenerse para siempre de toda droga o estimulante. Poe lo prometió, volviendo
al cottage de Fordham, donde Mrs. Clemm lo esperaba angustiada por su
larga ausencia y los rumores que llegaban sobre las locuras de Eddie.
Quien quiera asomarse al Poe de esos días
deberá leer la correspondencia enviada desde ese momento a Helen, a Annie, a
algunos amigos; la miseria, la inquietud, una angustia que la promesa de Helen
no alcanza a borrar -se diría que todo lo contrario-, configuran el clima
indefinible de las pesadillas. Edgar sabía que las literati batallaban
para disuadir a Helen y que la madre de ésta temblaba por las consecuencias del
matrimonio. Le disgustó profundamente que en la redacción del contrato de bodas
los escasos bienes de Mrs. Whitman fueran puestos deliberadamente a salvo de su
alcance, como si le creyeran un aventurero. en vísperas de la boda pronunció una
conferencia que fue aplaudida con entusiasmo, pero simultáneamente Helen se
enteró de las visitas de Edgar a casa de Annie y de los rumores, por lo demás
perfectamente falsos, que circulaban al respecto. Edgar había bebido con unos
amigos, aunque sin embriagarse. Todo ello provocó a último momento la negativa
de Helen. Edgar suplicó en vano. Ella volvió a decirle que le amaba, pero se
mantuvo firme, y el poeta retornó a Fordham en un infierno de desesperación.
Quizá este mismo infierno le ayudó a
levantarse una vez más, la última. Asqueado por los rumores, la maledicencia, la
sociedad de los literati y sus mezquinas querellas, se encerró en el
cottage con Mrs. Clemm y luchó con los restos de su energía para salir
adelante, editar, por fin, su nunca olvidad revista y reanudar el trabajo
creador. De enero a junio de 1849 pareció agazaparse, esperar. Pero hay un
poema, Para Annie, en el que Poe se describe a si mismo muerto, feliz y
abandonadamente muerto, por fin y definitivamente muerto. Era demasiado lúcido
para engañarse sobre la verdad, y cuando iba a Nueva York se entregaba al
láudano con desesperada avidez. Un admirador le escribió entonces ofreciéndose a
financiar la revista que tanto había deseado. Era la última oportunidad de su
vida, era la última carta. Pero Edgar , como Pushkin, perdía siempre en el juego
y también perdió esta vez. El final comprende dos terribles etapas con un
interludio amoroso.
En julio de 1849, Poe abandonó Nueva York
para volver a si cuidad de Richmond. No se sabe por qué lo hizo, como no fuera
movido por un oscuro instinto de refugio, de protección. Lleno de
presentimientos, se despidió de la pobre Muddie, que no volvería a verlo. De una
amiga se separó diciéndole que estaba seguro de no regresar; lloraba al decirlo.
Era un hombre con los nervios a flor de piel, que temblaba a cada palabra. No se
sabe cómo llegó a Filadelfia, interrumpiendo su viaje al sur, hasta que a
mediados de julio, probablemente después de muchos días de intoxicación
continua, Edgar entró corriendo en la redacción de una revista donde tenía
amigos y reclamó desesperadamente protección. La manía persecutoria estallaba en
toda su fuerza. Estaba convencido de que Muddie había muerto; probablemente
quiso matarse a su vez, pero el "fantasma" de Virginia lo había detenido... La
alucinante teoría duró semanas enteras hasta que Edgar empezó a reaccionar.
Entonces pudo escribir a Mrs. Clemm, pero el párrafo central de su carta decía:
"Apenas recibas ésta ven inmediatamente... Hemos de morir juntos. Inútil
tratar de convencerme: debo morir..." Sus desolados amigos reunieron algún
dinero y lo embarcaron rumbo a Richmond; durante el viaje, sintiéndose mejor,
escribió otra carta a Muddie reclamando su presencia. Lejos de ella, lejos de
alguien que lo acompañara y cuidara, Edgar estaba siempre perdido. El más
solitario de los hombres no sabía estar solo. Apenas llegado a Richmond escribió
otra vez. La carta es horrible: "Llegué aquí con dos dólares, de los cuales
te mando uno. ¡Oh, Dios, madre mía! ¿Nos veremos otra vez? ¡Oh, VEN si puedes!
Mis ropas están en un estado tan horrible y me siento tan mal...".
Pero los amigos de Richmond le
proporcionarion sus últimos días tranquilos. Bien atendido, respirando la
atmósfera virginiana que, después de todo, era la única verdaderamenet suya,
Edgar nadó una vez más contra la corriente negra, como había nadado de niño para
asombro de sus camaradas. Se le vio de nuevo paseando reposadamente por las
calles de Richmond, visitando las casas de los amigos, asistiendo a las
tertulias y a las veladas, donde, claro está, lo asediaban cordialmente para que
recitara El cuervo, que en su boca se convertía en el poema inolvidable.
Y luego estaba Elmira, su novia lejana, convertida en una viuda de respetable
apariencia, y a quien Edgar buscó de inmediato como quien necesita cerrar un
círculo, completar una forma imperfecta. Luego se diría que Edgar no ignoraba la
fortuna de Elmira. Sin duda no la ignoraba; pero es tan gratuito como sórdido
ver en su retorno al pasado una maniobra de cazador de dotes. Elmira aceptó de
inmediato su compañía, su amistad, su pronto galanteo. En la adolescencia había
prometido ser su mujer; los años habían pasado y Edgar estaba otra vez ahí,
fatalmente bello y misterioso, aureolado por una fama donde el escándalo era una
prueba más del genio que lo provocaba. Elmira aceptó casarse con él, y aunque
hubo una etapa de malentendidos y algunas recaídas de Edgar, hacia septiembre de
1849 el matrimonio quedó definitivamente concertado para el mes siguiente.
Decidióse que Edgar viajaría al Norte en busca de Muddie, y para entrevistarse
con Grimwold, quien había aceptado ocuparse de la edición de las obras del
poeta. Edgar pronunció una última conferencia en Richmond, repitiendo su famoso
texto sobre El principio poético, y la delicadeza de sus amigos halló la
manera de proporcionarle el dinero necesario para el viaje. A las cuatro de la
madrugada del 27 de septiembre de 1849, Edgar se embarcó rumbo a Baltimore. Como
siempre en esas circunstancias, estaba deprimido y lleno de presentimientos. Su
partida a hora tan temprana (o tan tardía, pues había pasado la noche en un
restaurante con sus amigos) parece haber obedecido a un repentino capricho suyo.
Y desde ese instante todo es niebla, que se desgarra aquí y allá para dejar
entrever el final.
Se ha dicho que Poe, en los períodos de
depresión derivados de una evidente debilidad cardíaca, acudía al alcohol como
un estimulante imprescindible. Apenas bebía, su cerebro pagaba las
consecuencias. Este círculo vicioso debió cerrarse otra vez a bordo durante la
travesía a Baltimore. Los médicos le habían asegurado en Richmond que otra
recaída sería fatal, y no se equivocaban. El 29 de septiembre el barco atracó en
Baltimore; Poe debía tomar allí el tren para Filadelfia, pero se hacía necesario
esperar varias horas. En una de estas horas se selló su destino. Se sabe que
cuando visitó a un amigo ya estaba ebrio. Lo que pasó después es sólo materia de
conjetura. Se abre un paréntesis de cinco días, al final de los cuales un
médico, conocido de Poe, recibió un mensaje presurosamente escrito a lápiz,
informándolo de que un caballero "más bien mal vestido" necesitaba urgentemente
su ayuda. La nota procedía de un tipógrafo que acababa de reconocer a Edgar Poe
en un borracho semiinconsciente, metido en una taberna y rodeado por la peor
ralea de Baltimore. Eran días de elecciones, y los partidos en pugna hacían
votar repetidas veces a pobres diablos, a quienes emborrachaban previamente para
llevarlos de un comicio a otro. Sin que exista prueba concreta, lo más probable
es que Poe fuera utilizado como votante y abandonado finalmente en la taberna
donde acababan de identificarlo. La descripción que más adelante haría el médico
muestra que estaba ya perdido para el mundo, a solas en su particular infierno
en vida, entregado definitivamente a sus visiones. El resto de sus fuerzas
(vivió cinco días más en un hospital de Baltimore) se quemó en terribles
alucinaciones, en luchar con las enfermeras que lo sujetaban, en llamar
desesperadamente a Reynolds, el explorador polar que había influido en la
composición de Gordon Pym y que misteriosamente se convertía en el
símbolo final de esas tierras del más allá que Edgar parecía estar viendo, así
como Pym había entrevisto la gigantesca imagen de hielo en el último
instante de la novela. Ni Muddie, ni Annie, ni elmira estuvieron junto a él,
pues lo ignoraban todo. En intervalo de lucidez, parece haber preguntado si
quedaba alguna esperanza. Como le dijeran que estaba muy grave, rectificó: "No
quiero decir eso. Quiero saber si hay esperanza para un pobre miserable como
yo". Murió a las tres de la madrugada del 7 de octubre de 1849. "Que Dios ayude
a mi pobre alma", fueron sus últimas palabras. Más tarde, biógrafos entusiastas
le harían decir otras cosas. La leyenda empezó casi enseguida, y a Edgar le
hubiera divertido estar allí para ayudar, para inventar cosas nuevas, confundir
a las gentes, poner su impagable imaginación al servicio de una biografía
mítica.
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